EL DESQUITE

Por Rebeca Ramos Rella


El terrorismo es término acuñado desde la Revolución Francesa, cuando el gobierno jacobino de Robespierre imponía orden, ejecutando y encarcelando a opositores sin respetar normas legales, ni proceso previo.  En su “evolución” y ante falta de consenso para definirlo, acordemos que es el uso sistemático del miedo para coaccionar sociedades y gobiernos, por parte de grupos u organizaciones que llevan su ideología, creencia y consecución de objetivos hasta el extremo de la violencia, destrucción y acción criminal, repetidas,  para acendrar alarma social, confusión, dolor, muerte o lesiones a civiles y personas no combatientes, con fines políticos, de propaganda y amenaza. Atributos que Al Qaeda cumple a la letra como organización terrorista y cuyo líder Osama Bin Laden enarbolaba en su guerra santa declarada contra Estados Unidos, contra Israel, Occidente y monarquías islámicas en el mundo árabe. La condena y el combate al terrorismo y terroristas son irrefutables.

La muerte de Bin Laden a manos de un comando especializado -Las Focas de la Marina- y en opaco operativo, sin embargo, no acaba con la rabia terrorífica y los claroscuros, sospechas, incongruencias de esta acción de guerra en sentido estricto, que no “acto de justicia” -no hubo procesos, leyes, jueces, juicios, sentencias- como lo dijo demagógica, electorera y desatinadamente Obama, al anunciarla al mundo, están paradójicamente, victimizando al verdugo de miles inocentes, al grado de que representantes de la ONU en derechos humanos ya solicitan claridad y detalle del asesinato, para “determinar si hubo respeto a normas internacionales y posibilidad de haberlo capturado vivo”. Hay suspicacias de una “ejecución extrajudicial” –uso mortal de la fuerza como último recurso y para proteger la vida- que se fundan en la declaración de una niña de 12 años que atestiguó cómo apresaron a su padre y cómo lo mataron frente a ella; en la desafortunada revelación de que Osama estaba desarmado; en la ausencia del cadáver y la resistencia a exhibirlo como evidencia; en los disparos, dos en la cabeza y otro en el pecho; en la falta de coherencia para explicar el derribado y quemado helicóptero; en lo absurdo de primero matarlo como presa de caza y luego sepultarlo “apropiadamente” -es sarcástico de Obama, haber observado tal respeto al final-. Los defensores de derechos humanos reconocen la excepcionalidad del caso, pero enfatizan que por regla general los terroristas deben ser detenidos, juzgados y sancionados conforme a la ley y por tribunales. De manera que podemos concluir que con misma práctica sin ley, sin apego a derecho internacional ni a derechos humanos, sucumbió el aterrorizador –quien dicen sus entrevistadores, nunca fue guerrero de batalla,  poseía personalidad calma y espiritual, tan ortodoxo que obligaba a sus hijos a silenciar la televisión si transmitía música; que cubría sus ojos ante una mujer descubierta del velo-.

Obama midió cada acto y no precisamente ostentando el Premio Nobel de la Paz. No haber violado la soberanía aérea y territorial de Pakistán representaba riesgo de aviso y huida y, aplicarle la justicia a Bin Laden, significaba procesión de incómodas revelaciones -pelos y señas- de sus contactos y aliados en Occidente, en EUA y la CIA, en Arabia Saudita. Los líderes árabes podían ignorar a Osama o apoyarlo, pero secretamente lo admiraban pues fue el único que se le enfrentó al Tío Sam, que le cobró su respaldo a Israel que despojó a los palestinos.

Pronostico que difícilmente sabremos la verdad de los hechos. Quizás nuevos datos, conspiraciones, contradicciones, según a la Casa Blanca convenga. De entrada, Obama logró repuntar popularidad y casi garantizarse su reelección. Veremos versiones diversas con el sello de Hollywood y las contrapartes. Es la reacción de la sociedad estadunidense y del orbe en el exceso también, de alegría y celebración, la que somete reflexión –la Canciller alemana Merkel ya fue denunciada por su júbilo “sin estilo y dignidad” por la comunidad religiosa de su país y su partido demócrata cristiano.

Resulta preocupante que, promoviendo el multilateralismo en la comunidad internacional, donde la civilidad y la ley son ingredientes indispensables de la democracia, se festine un acto unilateral sin ley, a cambio de otros ilegales y criminales –ojo por ojo y todos ciegos-; es comprensible el dolor de deudos, pero un Estado democrático no debe infundir odio y venganza social. Tampoco utilizar la barbarie para derrotarla.  Es burla y es cruel, si se siembra el miedo a viajar, a salir, a congregarse en espacios públicos, al mismo tiempo que se refrenda una supuesta seguridad del mundo sin Bin Laden, convertido en mártir de seguidores y fundamentalistas rabiosos contra Washington, gracias a la ilegalidad y desinformación, al cinismo de la reedición de la tortura que Obama concedió, desdiciéndose de su compromiso de gobierno. Las represalias se esperan. También la creación de nuevos enemigos para alimentar cultura y negocio de guerra, el temor y las armas, razón de existencia y superioridad del estadunidense promedio.

La forma de ejecutar a Osama se contrapone al discurso de Obama al mundo árabe y al resto: respeto, ley, libertad, democracia, convivencia armoniosa y tolerancia; les reitera que matar al oponente es política, social y electoralmente adecuado y permisible.  Es la supremacía sin derecho. La licencia para matar. Sin ley, sin ética, sin civilidad, se vale, se festeja el desquite.


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